MAESTRÍA EN EDUCACIÓN BÁSICA

BIENVENIDA

Bienvenidos a este espacio de información de la Maestría en Educación Básica, programa diseñado y desarrollado por la Unidad 071 de la Universidad Pedagógica Nacional, institución educativa pública de tipo superior de la República Mexicana

La fundamentación pedagógica de este posgrado es la Docencia Reflexiva, el enfoque educativo es por Competencias y asume la Indagación como postura.

Las notas, artículos, autores, libros, revistas, links y demás entradas que se proporcionan en este sitio constituyen la base del diseño curricular de esta Maestría. Así mismo, de la implementación a partir del año 2011. El programa profesionalizante aunque tiene una orientación definida se mantiene abierta a las innovaciones recientes en el campo educativo de Latinoámerica y el Mundo, específicamente de la Educación Básica de México.

jueves, 15 de diciembre de 2011

¿A dónde van las pedagogías diferenciadas? Hacia la individualización del curriculo y de los itinerarios formativos



PHILIPPE PERRENOUD
Facultad de Psicología y de Ciencias de la Educación
Universidad de Ginebra

No existe pedagogo comprometido con la escuela nueva o con los métodos activos, o simplemente sensible al fracaso escolar, que no haya abogado por una enseñanza individualizada o una pedagogía diferenciada.

Desarrollar una "escuela a la medida", según la fórmula de Claparède, es el sueño de quienes consideran absurdo enseñar lo mismo en el mismo momento, mediante los mismos métodos, a unos alumnos muy diferentes entre sí. La preocupación per ajustar la enseñanza a las características individuales no nace solamente del respeto hacia las personas y del sentido común pedagógico, sino que también forma parte de una exigencia de igualdad: la indiferencia hacia las diferencias, como ha mostrado Bourdieu (1966), transforma las desigualdades iniciales ante la cultura en desigualdades de aprendizaje y, más tarde, de éxito escolar.

Efectivamente, basta con ignorar las diferencias para que la misma enseñanza:

  • Propicie el éxito de aquellos que disponen del capital cultural y lingüístico; de los códigos; del nivel de desarrollo; de las actitudes; de los intereses; y de los apoyos que permiten aprovechar al máximo las clases y estar a la altura a la hora del examen.
  • provoque, a la inversa, el fracaso de aquellos que no disponen de estos recursos, y que en tales condiciones aprenden en esencia que son incapaces de aprender, convenciéndose además que éste es el signo de su incapacidad más que el de la inadecuación de la escuela.
A pesar de estas evidencias y de los análisis cada vez más precisos (realizados a partir de 1960) sobre la fabricación de las desigualdades y del fracaso, el modo dominante de organización de la escolaridad apenas ha cambiado: se agrupa a los alumnos según su edad, su nivel de desarrollo y sus aprendizajes escolares, en "clases" que se suponen lo suficientemente homogéneas como para que cada uno pueda asimilar el mismo programa durante todo un curso. En el interior de estos grupos, la diferenciación en los tratamientos pedagógicos es muy variable. Y a menudo resulta muy escasa: la enseñanza frontal está lejos de haber desaparecido de las aulas, particularmente en la enseñanza secundaria.


¿Cómo explicar la persistencia de una pedagogía que se mantiene indiferente frente a las diferencias o que, en el mejor de los casos, sólo las tiene en cuenta marginalmente, en unas proporciones bastante ridículas en relación a su amplitud? Esta relativa inercia no significa, sin embargo, que nadie se preocupe del problema. Aunque, como veremos, la voluntad política de lucha contra el fracaso escolar siga siendo incierta, las sociedades desarrolladas se han vuelto demasiado complejas, y se ven enfrentadas a demasiados desafíos como para que las clases dirigentes den prioridad a la fabricación del fracaso escolar con el único fin de garantizar la reproducción de las jerarquías sociales y la transmisión de sus privilegios. Hemos abandonado el período en el que la desigualdad y el fracaso escolar no suponían ningún problema. Vamos dejando atrás también, lentamente, la tranquila seguridad de la teoría de los dones, en la que el fracaso, por muy lamentable que resulte, es visto como algo natural, la expresión de una fatalidad inherente al desigual reparto de las aptitudes. Estamos, asimismo saliendo de la fase de fatalismo sociopolítico de los años 70, en cuanto a la reproducción.

Si las pedagogías se mantienen hoy en día escasamente diferenciadas, ello sucede a pesar de las políticas de educación, así como de la evolución de las representaciones sociales de las causas y de los costes del fracaso escolar, que, no obstante, abogan por unas medidas de democratización más enérgicas. Ha llegado el momento, pues, de proponer respuestas al fracaso escolar, allí donde la voluntad política impide la reforma de la organización escolar.

Esto es lo que intentan, desde hace años, los movimientos de renovación educativa y las Ciencias de la Educación. Ideas consideradas utópicas que, con mucho, resultaban útiles a las escuelas alternativas o a los prácticos marginales, son actualmente retomadas por los textos oficiales a que dan lugar los sistemas educativos. Las ideas y las palabras varían desde principios de este siglo, pero en ellas es posible hallar un hilo conductor: el tema de la individualización y de la diferenciación de la enseñanza. Sin renegar de esta continuidad, observamos también un cambio progresivo de paradigma: de la individualización de la acción pedagógica en una organización escolar sin cambios, pasamos a la idea de una individualización de los itinerarios formativos (Bauthier, Berbaum y Meirieu, 1993) que constituye una ruptura con los niveles y los programas escolares anuales. El presente ensayo se inscribe en este cambio de paradigma, y trata de analizar los obstáculos y sugerir algunas pistas:

  • En un primer momento, analizaré el progresivo surgimiento en las sociedades desarrolladas de una voluntad política de luchar contra el fracaso escolar, por muy incierta, efímera y frágil que sea.
  • En un segundo momento, intentaré identificar los impases y lo adquirido de la lucha contra el fracaso escolar, en relación a la didáctica y el sentido de los aprendizajes; a la evaluación; a la diferenciación; y, finalmente, ala distancia entre maestros y alumnos, escuelas y familias.
  • En un tercer momento, exploraré el paradigma de la individualización de los itinerarios formativos, que tal vez permita superar ciertos escollos, al precio, eso sí, de una reorganización bastante radical de la escolaridad.

I. Una voluntad política incierta y frágil

Como muestra Isambert-Jamati (1985), el fracaso escolar no se ha convertido en un problema social hasta la segunda mitad del siglo XX. Anteriormente, las desigualdades de educación parecían algo natural. No se consideraban normales tan abiertamente como uno o dos siglos atrás, pero la idea de la inconveniencia de que el pueblo fuera demasiado instruido era considerablemente compartida. Lelièvre (1990) cita el Testamento político de Richelieu, que indica perfectamente lo que está en juego:
" Así como un cuerpo que tuviera ojos en todos sus órganos sería monstruoso, un Estado también lo sería si todos sus sujetos fueran sabios... Si las letras fuesen profanadas por todo tipo de espíritus, veríamos más gente capaz de formular dudas que de resolverlas, y muchos estarían más dispuestos a oponerse a las verdades que a defenderlas... Se vería tan poca obediencia que el orgullo y la presunción serían corrientes."
A este deseo de mantener el orden se añadía la preocupación de no malograr inútilmente los recursos. Lelièvre recuerda que, en la memoria sobre las pequeñas escuelas inspirada por Colbert, se puede leer:
"En estas escuelas se enseñaría solamente a leer y a escribir, las cifras y sus operaciones. Y al mismo tiempo, se obligaría a quienes son de baja extracción, e ineptos para las ciencias, a aprender un oficio. Y se excluiría de la escritura a aquellos que la Providencia ha hecho nacer para la condición de labrar la tierra, y a los que sólo se enseñaría a leer."
La idea de que todo el mundo debe ser instruido para ser libre, sea cual sea su origen o destino profesional, es muy moderna, y tardará dos siglos en abrirse camino. Y aun hoy no es admitida por todos los espíritus. Algunos de nuestros contemporáneos piensan todavía, aunque ya no lo digan, que a la mayoría de los individuos les basta con saber "lo justo" para integrarse en el mundo del trabajo, votar correctamente, vivir de manera sana y criar a sus hijos. Se ha temido durante mucho tiempo el reparto del conocimiento; se ha imaginado que saber "demasiado" daría lugar a revueltas y disturbios.


En virtud de esta ideología, hasta el principio e incluso la mitad del siglo XX, en numerosos sistemas escolares -por esta misma razón, sistemas poco integrados- una selección social separaba a los hijos del pueblo de los hijos de la burguesía desde el ingreso en la escuela: unos frecuentaban la escuela primaria pública, para empezar hacia los 12-13 años la vida activa; los otros se incorporaban a las aulas infantiles de los liceos e iniciaban, a partir de los 7 años (y algunas veces en latín), el camino de unos largos estudios. La separación de las redes de escolarización, primaria-profesional por un lado, y secundaria-superior por otro (Baudelot y Establet, 1971), camuflaba el fracaso de los niños de las clases populares, puesto que ni tan siquiera tenían la posibilidad de vérselas con las normas de excelencia propias de los estudios largos.


Cuando, a lo largo del siglo XX, la exigencia democrática se amplió, se vio acompañada de una creciente demanda de acceso al saber y la cultura, principalmente en las clases medias. Apareció entonces la preocupación por desarrollar la igualdad de oportunidades entre chicos y chicas; entre niños de ciudad y niños del campo; incluso entre niños procedentes de - como prudentemente se les llama - "medios sociales" diferentes. Las redes se integraron creando una escuela primaria abierta a todo el mundo. La idea de igualdad de oportunidades se mantuvo, no obstante, fuertemente temperada por una teoría de los dones preponderante aun, en gran medida, en 1960, y que explicaba el fracaso escolar por la falta de aptitudes para unos estudios largos. La igualdad de oportunidades consistía entonces en dar a cada uno, según rezaba una de las fórmulas consagradas, "la oportunidad de su mayor progreso". Una manera edulcorada de decir que no hay que soñar, que todos no pueden pretender alcanzar el mismo nivel de instrucción, que la justicia social y la humanidad establecen, simplemente, que se ayude a cada uno a alcanzar "sus propios límites". El apoyo pedagógico nació con este espíritu. No cuestionaba la enseñanza: el fracaso era aún, antes que nada, fracaso del alumno. Nadie pensaba todavía en decir que también podría tratarse del fracaso de la escuela.


Liberarse de una fatalidad...para caer en otra.


La explicación del desigual éxito escolar debido a la desigualdad natural de las aptitudes dio paso a una explicación más sociológica, al descubrirse, a lo largo de los años 60, que las posibilidades de éxito escolar estaban -!y lo siguen estando!- estrechamente ligadas a la condición social de la familia, y al aparecer la noción de handicap sociocultural (CRESAS, 1978). Se pudo desde entonces afirmar: "el fracaso no es una fatalidad" (CRESAS, 1981), y soñar con una "pedagogía compensatoria", según el principio de una "discriminación positiva". Hacia 1966, en Estados Unidos y Canadá, bajo el impulso de Bloom (1966, trad. Francesa 1979), la pedagogía del dominio1 emprende el vuelo y reemplaza a las primeras tentativas de pedagogías compensatorias a gran escala centradas en la enseñanza preobligatoria (Little and Smith, 1971; Sambert-Jamati, 1973).


En Europa, la pedagogía del dominio se difundió bajo una forma caricaturesca, llamada en Francia "PPO": pedagogía por objetivos. Fue objeto de virulentas críticas, de las que Hameline (1979) describe las más pertinentes; algunas de ellas manifestaban una especie de antibehaviorismo visceral, variante del antimericanismo primario. Huberman (1988) dirigirá posteriormente un ensayo colectivo de reconciliación entre la pedagogía del dominio y los enfoques constructivistas. Esta síntesis habría podido surgir antes si ese rechazo a un enfoque made in USA no hubiera ocultado, tanto en Francia como -en menor medida- en otros países latinos, el hecho que la pedagogía del dominio era una pedagogía diferenciada en la misma línea que los trabajos europeos de Claparède o de Dottrens. En Bélgica, donde las Ciencias de la Educación, bajo la influencia de De Landsheere, se abrieron de entrada a los trabajos norteamericanos, esta filiación siempre ha quedado clara y los trabajos sobre pedagogía diferenciada han aunado diversas herencias. Es el caso del constructivismo piagetiano, próximo a las corrientes de la escuela activa, que busca apoyos en dispositivos orientados por objetivos y una evaluación formativa (Crahay, 1986; Thirion, 1989). En Francia, la pedagogía diferenciada parece haber sido reinventada por Legrand (1986,1996), antes que Meirieu (1989 a,b,c, 1990 a) le otorgase una mayor audiencia.


Divergencias teóricas y proteccionismos culturales han contribuido a ralentizar el desarrollo de la pedagogía diferenciada. La ignorancia o la excomunicación mutua de las corrientes de pensamiento han impedido en ocasiones discernir las convergencias. A esto hay que añadir otro factor: la duda que asaltó a los docentes, militantes y estudiosos, alrededor de los años 70, en cuanto a la posibilidad misma de luchar contra el fracaso escolar en una sociedad generadora de desigualdades. En los años 70, una explicación macrosociológica del fracaso escolar, deudora de los acontecimientos del 68, ocupó en efecto la primera línea de la escena francesa, gracias a las resonantes tesis de Althusser (1970), Bourdieu y Passeron (1970), Baudelot y Establet (1971). De estas últimas, conocemos lo esencial: el sistema escolar llevaría a cabo una función de reproducción de las clases y de las jerarquías sociales. No cabría, pues, esperar de las clases dominantes una lucha enérgica contra el fracaso escolar y las desigualdades sociales ante la escuela, puesto que su interés es el de mantener un statu quo que beneficia a sus hijos y reconduce las relaciones sociales. Los trabajos de Bourdieu y Passeron, de tono menos comprometido y más analítico, daban una mayor credibilidad a la denuncia marxista pura y dura del orden capitalista, casi ritual en el paisaje político del momento, en el que los partidos y los sindicatos comunistas estaban en primera fila.


Estas tesis conocen una gran difusión en los países francófonos y en otros países latinos, e incluso en una parte de los países de cultura germánica o anglosajona. El choque es violento: son los tiempos de la desilusión. Se reprochará, además, a Bourdieu y Passeron, el haber desmovilizado al cuerpo docente de la misma manera en que el partido comunista del período 1950-60 no perdonaba a los intelectuales el haber "deseperanzado Billancourt" (es decir, la clase obrera) criticando el estalinismo.


En virtud de los análisis de los años 70, la lucha contra el fracaso escolar se desplaza hacia el terreno político, lo que hace parecer irrisorio, durante un cierto tiempo, el trabajo pedagógico en los establecimientos escolares y en las aulas. En efecto, ¿cuál es su sentido si los esfuerzos desplegados en la lucha contra el fracaso no son más que reformas-coartada, que supuestamente atestiguan la voluntad democratizadora de los gobiernos cuando, en realidad, éstos estarían firmemente decididos a no cambiar nada? como mucho, los partidos en el poder apuntarían hacia una democratización bien temperada, aumentando los niveles de escolarización sin enfrentarse a las diferencias entre alumnos de diferentes clases sociales. El profesorado afectado por el fracaso escolar se siente, al mismo tiempo, culpable por participar en el proceso de reproducción de las desigualdades e impotente para atajarlo en el marco de su práctica personal, ya que se explica que los programas, los métodos, la evaluación, la orientación, la selección, en fin, todos los elementos del sistema, están en cierta manera concebidos para fabricar desigualdades en provecho de los niños de las clases favorecidas.


La época de la ambigüedad


La tesis de los años 70, aún sin ser totalmente desmentidas, van a matizarse. Berthelot (1973) distingue una lógica de reproducción (en la que el interés de las clases dirigentes es el mantenimiento del orden social) de una lógica de reproducción (en donde el interés, ahora, de estas mismas clases reside en intentar transmitir su propia posición a sus descendientes, a los que Bourdieu y Passeron han llamado desde 1964 "Los herederos"). Berthelot muestra que las lógicas de reproducción del orden social y de perpetuación de las posiciones familiares no siempre coinciden, y que la preocupación por el crecimiento y la posición competitiva de una nación en el mundo puede incitar a la clase dirigente a democratizar el acceso a los estudios, aún a riesgo de ampliar la competición escolar a recién llegados y de disminuir las posibilidades de sus propios hijos. Petitat (1982) indica, por su parte, que la reproducción de las clases sociales representa sólo la mayor función de la escuela en determinados períodos de la historia, y que también puede contribuir a "producir la sociedad", así como a favorecer la aparición nuevas clases y nuevas jerarquías. Los estudios de los sociólogos sobre la formación de las nuevas clases medias, que ocupan su posición gracias a un diploma más que a un pequeño capital, sugieren que la escuela, lejos de congelar la estratificación social, ha permitido la emergencia de una sociedad de clase media, instruida y que desea la instrucción de sus hijos (Hutmacher, 1993). El análisis de los mecanismos de fabricación del fracaso (Perrenoud, 1995 a) indica que, lejos de estar todos ellos bajo el control del poder, son en parte la expresión de conservadurismos pedagógicos y gestores indiferentes, tanto a las políticas de la educación como a lo adquirido por la investigación. Los trabajos sociológicos posteriores a La reproducción irán todos en la misma dirección: no la de una desaprobación, sino la de fuertes matizaciones, por cierto ya presentes en la obra de Bourdieu y Passeron, pero ampliamente ignoradas en las utilizaciones ideológicas de sus estudios.


Estas matizaciones van relegando poco a poco un pensamiento del tipo "blanco o negro", y se reinicia la búsqueda de respuestas pedagógicas al fracaso escolar, principalmente en torno al desarrollo de dispositivos de pedagogía diferenciada. Actualmente, una fracción de quienes no consideran el fracaso escolar como una fatalidad biológica ya no lo entienden tampoco como una fatalidad sociológica. Su ilusión de cambio se ancla probablemente en el análisis de la ambigüedad de las políticas públicas. Al mismo tiempo que la crisis económica y el déficit crónico de las finanzas públicas restringen cada vez más los márgenes de maniobra, observamos en muchos países desarrollados tentativas de renovación que avanzan claramente en la línea de la democratización de la enseñanza y de las pedagogías diferenciadas. Estas tentativas se explican, bien porque algunos partidos de izquierda han llegado al poder y lo ejercen el tiempo suficiente como para reformar la escuela, bien porque la derecha modernizadora, de cara a preparar el siglo XXI y la integración europea, así como para afrontar la mundialización de los intercambios y de la competición, desea subir el nivel global de formación de las nuevas generaciones facilitándoles un mayor acceso a unos estudios largos. Cuando un ministro socialista lanza el slogan : "el 80 % de una franja de edad en el nivel de secundaria", nadie replica: "!es un sueño de izquierdista!". Las zonas de educación prioritarias, el colegio único, los módulos en el instituto, los ciclos en la escuela primaria, tienen sus equivalentes en la mayoría de los países desarrollados. Suelen instaurarse cuando la izquierda está en el poder, aunque cuando lo pierden, no todo se cuestiona de nuevo.


Así las cosas, resulta difícil pretender que los gobiernos "no hacen nada contra el fracaso escolar". Ciertamente se pueden subrayar la discontinuidad de las políticas, la distancia entre ambiciones y medios, la poca coherencia entre las intenciones democratizantes y su difícil traducción en los programas, la evaluación o la formación del profesorado. Se puede poner en evidencia la distancia entre las palabras -pedagogía diferenciada, evaluación formativa, métodos activos, elaboración de proyectos- y las prácticas administrativas y educativas. Se pueden interpretar estos fenómenos, no como un signo de incoherencia o de impotencia, sino como la expresión de una política de reproducción que ya no se atrevería a nombrarse. También podríamos pensar que las voluntades políticas serían menos inciertas si las soluciones pedagógicas fuesen más convincentes y quienes enseñan, menos ambivalentes y más competentes en la lucha contra el fracaso escolar...


Al considerar una explicación complementaria debida a la falta de "saber hacer" del sistema educativo, no pretendo darle la vuelta al argumento y sugerir que los poderes, si se les propusiesen estrategias eficaces, emplearían inmediatamente todos los medios necesarios para apoyarlas política y financieramente.


En cambio, me parece demasiado fácil instalarse en la postura crítica, sin levantar un solo dedo, a la espera de que un gobierno creíble exprese una voluntad política duradera y explícita, para luego traducirla en créditos y reformas favorables a la diferenciación. Los movimientos y los equipos pedagógicos más comprometidos no han esperado nunca, a la hora de reflexionar e innovar, a que se reúnan las condiciones óptimas. A más amplia escala, no obstante, se percibe cierta indecisión del cuerpo docente. Las ambigüedades del poder ofrecen una magnífica coartada a quien la busca: "Mientras el gobierno no se posicione claramente, no encuentre medios nuevos substanciales, no disminuya el número de alumnos por clase, no mejore las condiciones de trabajo de los enseñantes, no otorgue más autonomía, no apoye iniciativas, !no nos moveremos!".


Basar la voluntad política en el "saber hacer" profesional


Sabida cuenta de las relaciones de fuerza y del funcionamiento de las democracias, la ambigüedad es lo mejor que se puede esperar... Ya va siendo hora de examinar lúcidamente, y sin volver a una ingenuidad lamentable, las proposiciones que se podrían dirigir a un gobierno absolutamente decidido a luchar por todos los medios contra el fracaso escolar, y que preguntaría a los profesores, investigadores, formadores y demás expertos: ¿qué hacer?


Sin duda, chocaríamos siempre con una fracción conservadora que se las arreglaría para no escuchar y no hacer nada. Debido a la complejidad de las sociedades posindustriales, en las que el saber ocupa un sitio cada vez mayor, nada garantiza que estas fracciones serán lo suficientemente potentes como para cortar el paso a toda reforma. Al contrario, hay buenas razones para pensar que los que rechazan el fracaso (si son lúcidos, realistas y pertinentes en sus propuestas), tendrán la posibilidad de contar con el apoyo, no sólo de las fuerzas dela izquierda -a menudo ofrecido de entrada, acaso siempre eficaz-, sino también con las del centro y la derecha modernizadora, que no piensan en la educación, a finales del siglo XX, como lo hacían a finales del XIX.

En éste ámbito, nada está garantizado. ¿Pero qué podemos perder, si no es tiempo y energía? Sauvy y Girard (1974), en sus estudios pioneros sobre la desigualdad ante la escuela, ya avanzaban un postulado metodológico: la única manera ética de tener en cuenta eventuales "obstáculos genéticos" en la educación de todo el mundo es enfrentándose a ellos concretamente, yendo lo más lejos posible; es el único modo de saber a qué atenerse sin tener que renunciar, antes siquiera de haber intentado actuar. Se puede adoptar la misma actitud frente a los obstáculos políticos, toda vez que dan lugar -más que el ADN- a una acción colectiva determinada.

El estado de la situación no es ni desesperante ni entusiasmador. Estamos empezando a saber "lo que no hay que hacer". Hemos identificado callejones sin salida o medidas útiles, pero sin parangón con la amplitud del problema, como el apoyo pedagógico. En cambio, resultaría considerablemente presuntuoso pretender saber cómo se puede, a gran escala, luchar contra el fracaso escolar y las desigualdades ante la escuela...La falta de "saber hacer" de los sistemas educativos presenta, a mi parecer, al menos tres características:
  • El desarrollo de estrategias de cambio poco eficaces todavía, de tal suerte que numerosas reformas educativas siguen siendo cementerios de buenas ideas que no se han llegado ha aplicar.
  • Las inmensas exigencias de las pedagogías diferenciadas son poco realistas en relación a la identidad, actitudes, competencias y nivel de formación del profesorado actual; postulan unas competencias y un grado de profesionalización que no caracterizan todavía al conjunto del cuerpo docente.
  • Los saberes y los paradigmas que subyacen en las pedagogías diferenciadas son todavía demasiado abstractos, demasiado pobres para guiar una verdadera aplicación sobre el terreno.
Dos características que sobrepasan el problema del fracaso

No voy a desarrollar aquí la primera característica, que concierne al conjunto de las reformas escolares. Baste con recordar el fracaso de los modelos top-down y el balbuceo de los modelos bottom-up. Una cosa es segura de ahora en adelante: las reformas concebidas en el centro del sistema para ser aplicadas a gran escala se pierden como el agua en la arena. Aun cuando no haya resistencia activa, la fuerza de loa inercia y las interpretaciones minimalistas o conservadoras de los actores (los cuadros, los profesores, pero también los alumnos y los padres) bastan para hacer que la reforma mejor pensada pierda sus virtudes. Se difunde como una tonada popular de la que sólo se tararea la música, habiéndose perdido por el camino la letra. Los esfuerzos de los movimientos pedagógicos y de los investigadores en educación para desarrollar prácticas y dispositivos de diferenciación no pueden surtir efecto mientras el sistema educativo no sepa como favorecer la adopción de nuevas ideas sin imponerlas por la vía burocrática. Se progresa hacia estrategias más sutiles, más lentamente, a merced de los trabajos sobre el proceso de innovación (consúltese, por ejemplo: Bonami y Garant, 1996, Cros y Adamczewski, 1996, Fullan y Stiegelbauer, 1991; Gather Thurler, 1993, 1994, 1996; Gather Thurler y Perrenoud, 1991; Huberman y Miles, 1984; Hutmacher, 1990, Perrenoud, 1993 e, f y g).

Tampoco desarrollaré la segunda característica, porque no es la propia del tema de la individualización de los itinerarios informativos. En cambio, es importante reconocer que muchas reformas no sólo tropiezan con obstáculos específicos, sino también con un desfase global entre el nivel de competencia necesario para una tecnología original, una didáctica puntera o un nuevo modo de gestión de clase, y el nivel medio de competencia de los docentes, que es el mayoritario. Esto nos remite al tema de la profesionalización del oficio de enseñante como condición general para la transformación de los sistemas educativos (Bourdoncle, 1991, 1993, Carbonneau, 1993; Huberman, 1993; Labaree, 1992; Lessard, Perron y Bélanger, 1993; Perrenoud, 1993 d, 1994, 1996g). Incrementar la autonomía y la responsabilidad de los enseñantes parece, en efecto, la única salida cuando se busca un canal imposible de encontrar entre dos escollos igualmente funestos. Un escollo sería sobrestimar a los docentes, considerándolos más capaces de lo que en realidad son de apropiarse de las "ideas simples" que salpican los estudios de los movimientos pedagógicos y las Ciencias de la Educación, adaptándolas libre y atinadamente a su situación concreta (como por ejemplo: las ideas de evaluación formativa, de trabajo sobre las representaciones, de contrato didáctico o de claustro). El otro escollo lo constituiría el hecho de creer que se pueden traducir tales ideas en "recetas" a seguir al pie de la letra. Frente a la complejidad, el docente se encuentra solo, tiene que actuar con urgencia, decidir en la incertidumbre (Perrenoud, 1996 h). Es en este momento cuando debe disponer de las competencias suficientes para reconstruir una estrategia original, inspirados en ideas o modelos, pero sin intentar aplicarlos "al pie de la letra". He intentado desarrollar esta problemática en otra ocasión (Perrenoud, 1988) a propósito de la pedagogía del dominio como utopía racionalista, es decir, como solución racional al problema de la heterogeneidad, cuyo principal defecto es exigir a los actores unas competencias, una racionalidad, un rigor y una disciplina de las que carecen.



II. Impases pedagógicos: los envites conocidos

Aquí sólo exploraré la tercera característica: "los saberes y los paradigmas que subtienden las pedagogías diferenciadas son todavía demasiado abstractos, demasiado pobres para guiar una verdadera ejecución en el ámbito de las instituciones escolares."
Las posturas, los elementos que están en juego, se concentran alrededor de.
  1. la concepción del aprendizaje y de la enseñanza que subyacen en la pedagogía diferenciada.
  2. la visión de la propia diferenciación.
  3. la evaluación y la regulación de los aprendizajes como componentes de toda pedagogía diferenciada.
  4. la relación pedagógica y la distancia cultural.
La más reciente problemática de la individualización de los itinerarios formativos será objeto de un más amplio desarrollo en una tercera parte.

Entorno al aprendizaje y la enseñanza

Resulta inútil diferenciar pedagogías ineficaces. Uno puede aplicarse en ello y concebir, por ejemplo, un sinnúmero de fichas individualizadas. Esto no basta para atajar el fracaso escolar, ya que el problema del sentido de los conocimientos y del trabajo en el aula se mantiene entero en las pedagogías que se limitan a ajustar las tareas al nivel de los alumnos, sin modificar ni su contenido, ni la relación profesor-alumno, ni el contrato didáctico (Develay, 1996; Perrenoud, 1995 b; Rochex, 1995; Vellas, 1996).

Las pedagogías diferenciadas tienen que afrontar el problema de fondo:

¿cómo aprenden los niños o adolescentes? ¿Cómo se puede crear una relación menos utilitarista con el conocimiento? ¿Cómo instaurar un contrato didáctico e instituciones internas que otorguen al trabajo escolar un verdadero sentido? ?Cómo inscribir el trabajo escolar en un contrato social? ¿Cómo establecer una relación entre profesores y alumnos que haga de la escuela un lugar donde vivir, un oasis protegido, al menos en parte, de los conflictos, las crisis, las desigualdades y los desórdenes que se dan en la sociedad?

Las didácticas de las disciplinas, así como las corrientes de la escuela nueva, han puesto o vuelto a poner al educando en el centro de la acción educativa; han insistido sobre el papel del profesor como persona-recurso, a modo de organizador de situaciones de aprendizaje más que de dispensador de saberes (Astolfi, 1992; Develay, 1992). Se ha abogado por las pedagogías constructivistas e interaccionistas; se ha subrayado que nadie puede aprender poniéndose en el lugar del niño o el adolescente; pero también que nadie aprende solo (CRESAS, 1987, 1991). Se ha propuesto un trabajo sobre objetivos-obstáculos más que una planificación estándar de las actividades; se ha puesto el acento sobre la construcción de las competencias más que sobre la acumulación de los conocimientos (Perrenoud, 1995 e y f, 1996 e); se ha favorecido el trabajo por proyectos, encuestas y situaciones-problemas.

¿Sin embargo resulta esto evidente para todo el mundo? La ruptura con las pedagogías de la transmisión ya está ciertamente consumada en la mayoría de textos procedentes de las Ciencias de la Educación y de los movimientos pedagógicos, así como en una parte importante de los lugares de formación inicial o continua de los enseñantes. Pero, ¿y en la mayoría de los espíritus? El "escenario para un nuevo oficio" que propone Meirieu (1990 b) no es -¿aún no?- la referencia común, e incluso entre los profesores partícipes del principio de la diferenciación -que son minoritarios las representaciones de la enseñanza y del aprendizaje siguen siendo bastante tradicionales.

Entorno a la diferenciación

Algunas de las enfermedades infantiles de la diferenciación están en vías de desaparición:
  • la planificación de la enseñanza en función de las taxonomías de objetivos, sabemos actualmente que esquemas objetivos son instrumentos de regulación ex post más que organizadores de situaciones complejas de enseñanza-aprendizaje que abarcan varios objetivos;
  • la imposición del modelo compensatorio y el apoyo pedagógico, según el cual la diferenciación es esencialmente reparadora y sólo interviene cuando las dificultades son importantes, incluso irreversibles;
  • la confusión entre pedagogía diferenciada y preceptorado generalizado, la impresión de que diferenciar es dar tantas clases particulares como alumnos haya.
Todavía falta retorcerle el pescuezo al sueño de querer saber de antemano lo suficiente sobre cada alumno como para proponerle constantemente una situación de aprendizaje hecha a medida. Allal ha introducido, desde 1988, la idea de una regulación interactiva, sin que la diferenciación sobrevenga antes que la situación de aprendizaje (regulación positiva), y no interviniendo tampoco al estilo de una compensación (regulación retroactiva), pero participando de un dispositivo didáctico y de la acción pedagógica cotidiana. Meirrieu (1995 a, 1996 a) ha contrapuesto asimismo dos orientaciones de la diferenciación: una, centrada sobre el diagnóstico previo como fundamento para un tratamiento individualizado óptimo; la otra, partiendo del principio de que no se puede pretender conocer al alumno antes de haberle embarcado en una tarea, tomando la diferenciación la forma de una regulación en el interior mismo de la situación así creada. Sin renunciar a ningún encauzamiento de quienes aprenden en la dirección de esas situaciones pertenecientes a su zona de desarrollo próxima, nos alejamos cada vez más del modelo de diagnóstico previo:
Una diferenciación que sería concebida a la manera de un gran ordenador en el que se introducirían, de alguna forma, todas las informaciones previas sobre los alumnos y que nos permitiría obtener, en función de los objetivos definidos de antemano, todo lo que debemos hacer hacer a los alumnos, el tiempo que tenemos que dedicarles, el tipo de ejercicios que tienen que realizar, los métodos a utilizar, etc. Esta diferenciación está más próxima a la utopía educativa que representa "El mejor de los mundos" de Huxley que a la idea que podemos hacernos de una educación emancipadora, de una educación que toma en cuenta al individuo y que le permite existir y crecer (Meirieu, 1995 a, p.15).
Teóricamente fundado, coherente con un enfoque constructivista del aprendizaje, así como con el reconocimiento de su dimensión social, el modelo de la regualación en el interior de las situaciones-problema sigue siendo muy difícil de aplicar sobre el terreno. Se trata, en primer lugar, de poner a los alumnos, muy a menudo, ante un tipo de situaciones tales que sean lo suficientemente movilizadoras como para que ellos puedan aceptar el reto, pero también lo suficientemente complejas como para que no puedan limitarse a la simple reinversión de lo que ya saben. Este tipo de situaciones enfrenta a los alumnos com obstáculos propiamente epistemológicos; con cosas que hay que comprender; con saberes o competencias que hay que construir para que progrese la realización del proyecto o la resolución del problema.

Que la diferenciación surja en el corazón de esas situaciones es a la vez muy lógico y muy difícil de manejar: los obstáculos no son los mismos para todo el mundo, y se trata, pues, de transformar los más sobresalientes en objetivos-obstáculos (Martinand, 1986) propios de uno o más alumnos. Ciertamente, el enseñante puede anticipar los obstáculos "canónicos". En cada caso, sólo queda por dotar a los alumnos implicados, solos en el marco de un "grupo de necesidad", de los medios intelectuales y afectivos para superarlos.
Esta exige, como bien se ve, una organización del tiempo y unas actividades muy próximas a los métodos activos, así como elaboraciones de proyecto; una renuncia a proponer siempre "más de lo mismo" a los más lentos; una ruptura con la idea de que la diferenciación es en primera instancia una repetición más o menos insistente, una compensación, un "a posteriori".

Entorno a la evaluación y la regulación

Toda diferenciación de la enseñanza apela a una evaluación formativa, es decir, a una evaluación que, se supone, debe ayudar al alumno a aprender. Su concepción queda notablemente prisionera de la evaluación escolar tradicional:
  • se otorga prioridad a las evaluaciones-balance, cuando muchas otras observaciones serían pertinentes para comprender lo que impide o ralentiza el aprendizaje: interpretaciones de las normas y del oficio de alumno (Perrenoud, 1995 b); métodos de trabajo y aprendizaje; relación con el saber; identidad y proyecto personal, relación con los otros alumnos y profesores; condiciones de vida; ambiente familiar; itinerarios formativos;
  • nos obstinamos en estandarizar las evaluaciones formativas sobre el modelo de la equidad formal, que sólo resulta conveniente para los exámenes y los trámites de certificación; se sobrecarga de tests criteriales a alumnos que, a simple vista, se ve progresar con toda normalidad, mientras que no se encuentra el momento de establecer diagnósticos afinados e individualizados que resultarían indispensables a la hora de intervenir acertadamente sobre los alumnos con grandes dificultades;
  • nos enredamos en un perfeccionismo y un formalismo tan pesados que los profesores acaban cediendo bajo su carga, y abandonan la idea misma de una posible evaluación formativa;
  • continuamos haciendo coexistir una evaluación formativa que exige la confianza y la cooperación de los docentes con una evaluación sumativa o certificativa que los devuelve al juego tradicional del gato y el ratón, sin atreverse a diferir las decisiones de certificación y de selección;
  • nos paramos en el diagnóstico, analizamos los errores, pero sin relacionar de inmediato la evaluación con unas tentativas de regulación, en un proceso dinámico e interactivo;
  • desarrollamos prácticas de autoevaluación que llevan a menudo al alumno a interiorizar el juicio del maestro más que a desarrollar en él capacidades de metacognición y de regulación de sus procesos de aprendizaje y de producción, en el sentido de una evaluación formativa (Nunziati, 1990).
Junto con otros colegas, ha defendido el principio de un enfoque pragmático de evaluación formativa (Allal, 1991; Perrenoud, 1991 a), enteramente dispuesta al cuidado de la regulación, o , más exactamente, de la autorregulación de los aprendizajes (Allal, 1993). Asimismo, es importante no separar la evaluación de la didáctica, y apostar por situaciones de aprendizaje que estimulen la autorregulación (Allal, Bain y Perrenoud,1993). No obstante, estas intuiciones están todavía lejos de haber producido instrumentos finos integrados en los procesos didácticos, situados "entre la intuición y la instrumentación" (Allal, 1983). Cuanto más se separa la evaluación formativa de la evaluación formal y sincrónica., más se la integra al conjunto de la acción pedagógica y del sistema didáctico, y más difícil resulta instaurada y optimizarla sin transformar el conjunto de la práctica.

Entorno a la relación y la distancia cultural

"¿Cómo podría enseñarle algo? No me quiere...", decía Alain (citado por Meirieu, 1996 b). Para que una actividad sea generadora de aprendizaje, es necesario que la situación desafíe al sujeto, que a éste le apetezca enfrentarse a ella, y que todo ello esté dentro de sus posibilidades, a costa de un aprendizaje nuevo.

Las ganas de aceptar el reto tienen que ver con el sentido. Ahora bien, el sentido es la cosa más sutil y fugaz del mundo. Ya no nos basta con que una actividad sea útil, interesante, apreciada, divertida, halagadora, para que nos empleemos a fondo en ella. Además, tenemos que poderla integrar en el registro de las emociones y las relaciones intersubjetivas. Los dispositivos didácticos mejor pensados chocarán contra una pared si el alumno no se siente bien reconocido o querido; si el aprendizaje lo separa de sus allegados o lo sumerge en tensiones y ansiedades; o incluso, y más sencillamente todavía, si no encuentra placer en ellos.

Resulta inútil pensar en la diferenciación desde un punto de vista estrictamente cognitivo. Un profesor cargado de conocimientos y de instrumentos didáctos, que no consigue comunicar ni crear un vínculo humano y educativo, será definitivamente menos eficaz que un pedagogo peor armado, pero con el que uno se siente a gusto.

Las reflexiones psicoanalíticas (Cifali, 1944; Imbert, 1994, 1996) sobre educación, así como las reflexiones éticas y pedagógicas (Meirieu, 1991, 1995 b,c y d, 1996 b), nos recuerdan que, al educar a alguien, se "flirtea" con la violencia y con todo tipo de turbios deseos; que hay en ello transferencia y contratransferencia; miedo al otro y afán de poder. Parte de lo que ocurre en la relación educativa se representa sobre un escenario de difícil acceso, lejos de las buenas intenciones, de los contratos explícitos, de las simetrías y de los procedimientos fundados sobre la razón.

Sociólogos y antropólogos añadirán que toda relación intersubjetiva es también intercultural. Incluso entre miembros de la misma sociedad, de la misma comunidad, de la misma clase social, subsisten diferencias culturales; entre familias, sexos, generaciones, en todas las relaciones sociales, y por tanto también en la escuela. Es por lo que, a fin de cuentas, diferenciar la enseñanza nos enfrenta no solamente con diferencias bien visibles de desarrollo, de proyectos, de capital cultural, sino también con ínfimas e invisibles diferencias en la forma de relacionarse con el mundo, la vida, los otros, la propiedad, el tiempo, el orden, el porvenir, el trabajo, y otras mil dimensiones de la existencia (Perrenoud, 1995 c, 1996 b y c). Podríamos temer que, si se entrase en el problema únicamente a través de la didáctica, estas diferencias que normalmente interesan más al psicoanalista y al sociólogo que al pedagogo o al didáctico, acabasen reduciendo a la nada todos los esfuerzos de diferenciación, como ocurriría con un médico que, disponiendo de todos los conocimientos y todas las tecnologías, no supiera ganarse la confianza de su paciente...

Un enfoque sistémico

Hasta ahora he detallado los obstáculos más específicos. Todos ellos pueden superarse, a costa de un muy largo trabajo de investigación e innovación, ya empezado, pero, sobre todo, a costa de:
  • un inmenso esfuerzo de formación e información; si los instrumentos conceptuales no entran en la cultura de la mayoría, las innovaciones interesantes no serán más que aventuras aisladas y sin futuro;
  • una visión sistémica; dejando de privilegiar una única percepción que olvida todas las demás durante 5 o 10 años (Demailly, 1991);
  • un incesante trabajo de conceptualización para sacar a la luz el estado de la cuestión y la posición de los problemas.
Este último aspecto conduce a organizar la reflexión en torno al paradigma de la individualización de los itinerarios formativos. Lo cual será materia de la tercera parte, como prolongación de una reflexión iniciada en otro lugar (véase principalmente Perrenoud 1995 a, b, c y d) y como eco del trabajo de otros investigadores sobre la pedagogía diferenciada, particularmente Allal (1988, 1989, 1991, 1993) y Meirieu (1989 a,b y c, 1990, 1995 a, 1996 a).


III. Individualización del currículo y optimización de las situaciones de aprendizaje

La noción de individualización de los itinerarios formativos está en el origen de constantes confusiones. En efecto, las representaciones sociales asocian a la palabra "individualización" la imagen de una acción pedagógica dirigida al individuo, bastante cercana a la tutoría. Se hablará entonces de individualización de la enseñanza, diferenciándola de la individualización de los itinerarios formativos.

Para entender esta distinción, hay que cambiar la perspectiva, y tomar el punto de vista del alumno, de su currículo formativo (en el mismo sentido en que se habla de un curriculum vitae), y entenderlo como una serie de experiencias vitales que han contribuido a forjar su personalidad, su capital de conocimientos, sus competencias, su relación con el saber, su identidad. En este sentido, todos los itinerarios formativos están, de facto, individualizados, puesto que dos individuos no viven nunca exactamente las mismas experiencias. Incluso gemelos idénticos, criados y escolarizados juntos, no siguen el mismo itinerario formativo (Perrenoud, 1995 c y d).

La lucha contra el fracaso escolar no consiste en absoluto en inventar una individualización de los itinerarios existente en estado "salvaje"; consiste en dominarla, para dejar de favorecer a los favorecidos y de desfavorecer a los desfavorecidos. Para ello no basta con practicar una pedagogía diferenciada en el seno de un grupo-clase tradicional. El progreso se da con los años y el dominio de la individualización tiene que pasar por la instauración de dispositivos de seguimiento y regulación durante varios años consecutivos. Esto conlleva varios e importantes retos para las instituciones de formación:
  • apropiarse del concepto de individualización o personalización de los itinerarios y provocar la ruptura conceptual con la idea de la individualización de la enseñanza;
  • concebir y controlar progresiones en los aprendizajes a lo largo de varios años, lo que supone trabajar en equipos pedagógicos coherentes, como mínimo a nivel de un ciclo de enseñanza de dos o tres años;
  • inventar y llevar a la práctica modos de agrupamiento de los alumnos que les otorguen un sentimiento de estabilidad y de pertenencia, sin recaer en el grupo-clase tradicional: grupos multiedad, grupos de proyectos, de necesidades, de nivel;
  • concebir procesos e instrumentos encauzadores que permitan seguir y reorientar los progresos individualizados y decidir la asignación a los alumnos de determinadas actividades o grupos.
Quienes se comprometen en semejante empresa chocan con los límites de la organización escolar actual y son conducidos, más pronto o más tarde, a proponer estructuras y procedimientos netamente más complejos, más móviles, que suscitan a la fuerza inquietudes, fantasmas de injusticia o desorden, conflictos de territorios o de intereses.

El primer obstáculo son las palabras, que a menudo transmiten ideas preconcebidas. Nos resulta de suma dificultad hacer tabla rasa de la organización escolar y las prácticas pedagógicas actuales, pensar de otro modo. Ahora bien, en el ámbito del arte y la teoría, esto representa la clave de una ruptura: intentar volver a pensar los itinerarios escolares, para que su individualización no se limite a algunas desviaciones marginales en relación a un curso estándar definido como una progresión gradual en un programa estructurado en varios años.

Para ello, dejemos ya de encerrarnos en los mismos esquemas. Intentamos imaginar una organización diferente que llevaría mucho mejor a cabo las mismas funciones, produciendo menos fracasos y desigualdades. Lo ideal sería confiar el problema a unos extraterrestres que ni tan sólo supieran lo que es una escuela, un nivel, un programa. ¡Intentemos ser extraterrestres!

Si hay una parte de utopía en mis palabras, no se refiere ni a las finalidades de la escuela, ni a su sentido o existencia, temas todos ellos que merecerían una discusión. Las cuestiones planteadas por Illich (1970) siguen estando de actualidad. La utopía considerada aquí es simplemente gestora. Tal vez sea la más accesible: podemos imaginar una sociedad sin escuela, o sin enseñanza obligatoria o generalizada; basta con recordar nuestro pasado o el desigual desarrollo de la escolarización en el planeta. También podemos concebir una escuela que persiga otros objetivos; que transmita otra cultura; que privilegie ortos valores. Pero nos resulta mucho más difícil imaginar


una escuela organizada de tal manera que cada alumno se encuentre lo más a menudo posible en una situación de aprendizaje fecunda para él.


¡No obstante, éste es el verdadero reto!

Los ciclos de enseñanza (hacia los que se tiende en todas partes) siguen siendo un compromiso entre la lógica tradicional de los programas anuales y una completa individualización de los itinerarios. Tal vez sea una etapa necesaria y fecunda, pero no nos engañemos: la introducción de los ciclos no es la respuesta definitiva al tema de la individualización de los itinerarios formativos.

En su versión más conservadora, el ciclo de enseñanza elimina la repetición; pero no rompe con la estructuración de los cursos en niveles sucesivos, y resulta insuficiente para neutralizar la fabricación de las desigualdades (Perrenoud, 1996 d). Un ciclo que no puede disponer de ninguna medida fuerte de diferenciación y de ningún dispositivo de seguimiento puede aumentar las diferencias y debilitar el control del itinerario formativo (Allal, 1995). Aun cuando los textos oficiales ya no destacan los niveles anuales en el interior de un ciclo, dos problemas importantes siguen estando planteados: las modalidades de progresión en el interior de un ciclo y el paso de un ciclo al siguiente.

El primer problema se resuelve con la ayuda de dos artificios:
  • se limita la duración de un ciclo a dos o tres años, reagrupando niveles consecutivos de la antigua organización. Esto permite conservar los mismos puntos de referencia , y de esta manera podemos imaginar que durante una generación todavía los docentes pensarán en la heterogeneidad de sus alumnos, clasificándolos en niveles que corresponderían globalmente a los "antiguos niveles", igual que aún se cuenta en "antiguos francos". En resumen, a la pregunta: "Si se tuviesen que reintroducir los niveles, ¿en cuál de ellos situaría a tal o cual alumno?", la mayoría de los profesores sería perfectamente capaz de responder, situando a algunos alumnos entre dos niveles o estableciendo clasificaciones diferentes según la disciplina.
  • confiando los alumnos al mismo profesorado (una persona o un pequeño equipo) durante toda la duración del ciclo, siguiendo la tradición de las clases de múltiples niveles, de tal manera que tendrán "en la cabeza" el progreso de cada uno de ellos sin tener que elaborar un lenguaje y unas categorías específicas.
Se puede vivir largo tiempo con estos compromisos. ¿No sería más sensato renunciar a construir algo nuevo con material viejo? Valdría más inventar una individualización de los itinerarios formativos basada en un sistema alternativo explícito antes que en la desaparición progresiva de los niveles en provecho de una especie de confusión generalizada o diversidad anárquica de las progresiones.

El reto es doble:
  • por una parte, evitar el aumento de las desigualdades provocado por una conducción demasiado laxa de los aprendizajes; constatar diferencias irremediables al final de un ciclo sin haber notado como crecían y sin tener otro remedio que mantener a los alumnos más retrasados un año más, ¿no sería reinventar la repetición sin dotarse de mejores medios para prevenir las desigualdades?
  • por otra parte, incitar a los profesores a construir nuevas competencias que les permitan evaluar y regular las progresiones de forma continua.
Afrontar, de entrada, el segundo problema sería una buena manera de no dormirse: si no se sabe como se decide el paso de un alumno al ciclo siguiente, entonces tampoco se saben gestionar las progresiones en el interior de un ciclo. Pero, a la inversa, cuando se saben gestionar las progresiones de un ciclo a otro, ¿de qué sirve entonces diferenciar varios ciclos?

Se puede entender que el cambio de niveles a ciclos sea psicológicamente más fácil que la construcción de otro sistema, pensado desde el principio para optimizar la individualización de los itinerarios formativos. El modo habitual de reformar las instituciones humanas es aprovechar lo que ya existe, eliminando los efectos perversos más escandalosos. La sociología de las organizaciones sugiere que los sistemas escolares estarán tentados de apuntarse a la introducción de los ciclos de enseñanza; tanto porque todo el mundo lo hace, como porque es una respuesta parcial a los impases de la diferenciación.

¿Serán necesarios de 10 a 15 años para descubrir que ésta no es todavía una respuesta satisfactoria al asunto de la individualización? Los militantes de la lucha contra el fracaso escolar, de tanto soñar con una escuela a la medida, se mueren de ganas de creer que la última idea en boga es buena. Desgraciadamente, la realidad resiste (Hutmacher, 1993) y resistirá al pensamiento mágico. Sólo se conseguirán vencer las desigualdades volviendo a pensar de una manera radical en la organización pedagógica y, tal vez, en la forma escolar misma.

Por otra parte, los demás obstáculos siguen estando ahí: por un lado, una voluntad política fluctuante o frágil; por otro, los límites generales fijados por el carácter todavía rudimentario de las estrategias de innovación, y por el nivel medio de competencias de los docentes y de profesionalización de su oficio.
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Las situaciones problema… años después

Entrevista a Philippe Meirieu por M. Blin y J. Perru

Fanny Majó*

Este artículo contiene una entrevista realizada a Philippe Meirieu en torno al concepto de situación problema que acuñó hace ya más de veinte años inspirado en la pedagogía de la situación problema. Se repasa la evolución del concepto, su adaptación al contexto educativo actual y las ventajas cognitivas y didácticas que aporta su utilización en las aulas. Asimismo, Meirieu plantea la necesidad de un profundo cambio del paradigma educativo para llegar a consolidar la pedagogía de la situación problema hoy día. 

En el libro Aprender sí, pero ¿cómo? de Meirieu (1992) fue donde se formalizó el concepto de situación problema. En uno de los capítulos del libro podemos encontrar una guía metodológica detallada sobre cómo diseñar este tipo de actividades de aprendizaje.

Meirieu propone un modelo de organización de la enseñanza basado en la situación problema. El autor parte de la premisa de que las personas sólo integramos un elemento nuevo si éste es, de alguna manera, la solución al problema planteado. Asimismo, nos explica que la pedagogía de la situación problema necesita organizar unos marcos donde se articulen explícitamente problemas y respuestas. Estas últimas han de poder ser construidas por el propio alumnado, integrándolas en sus estructuras cognitivas. Todo el esfuerzo docente debe centrarse en organizar esta interacción entre el problema y las posibles respuestas, de manera que la resolución comporte realmente aprendizaje y asegure la imposibilidad de resolver el problema sin haber aprendido.

En una situación problema, el objetivo principal de aprendizaje reside en el obstáculo que hay que superar, no en las tareas que hay que realizar.

Ello no significa que la evaluación esté ausente, sino que deberá hacer referencia a los procesos realizados por el alumnado, para valorar la forma de comunicarse, de progresar, de formular hipótesis, etc.

La pedagogía de la situación problema, según Meirieu, contesta modestamente a los tres retos fundamentales de la profesión de enseñar. En primer lugar, tiene una función erótica, en la medida que pretende despertar el enigma que genera el deseo de saber; en segundo lugar, responde a una función didáctica, porque se preocupa por la apropiación de los aprendizajes; y, finalmente, tiene una función emancipadora, en la medida que permite que cada persona elabore progresivamente sus propios procedimientos de resolución de problemas.

Transcurridos veinte años desde la publicación de Aprender sí, pero ¿cómo?, Blin y Perru (2007) preguntaron a Meirieu acerca del desarrollo de este concepto pedagógico y su aplicación en la escuela. Éstas fueron sus opiniones.

¿Cuál es su visión actual con respecto a la noción de situación problema?

Cuando yo trabajaba en las situaciones problema, especialmente en este libro, ya existían trabajos de investigación al respecto. Así, los primeros trabajos relativos a esta noción se sitúan entre 1945 y 1960, en el movimiento de la psicología cognitiva piagetiana; y la misma idea la encontramos, de manera menos formal pero prácticamente idéntica, entre los pensadores de la educación de los años treinta, como Claparède. Si aún vamos más atrás en el tiempo, encontraremos la matriz de la situación problema en el libro II del  Emilio de Jean-Jacques Rousseau. Así pues, lo que yo hice fue intentar formalizar el concepto de situación problema al amparo de la filosofía de la educación y de la psicología cognitiva, sin olvidar el trabajo ya realizado en su momento por los especialistas en enseñanza de las matemáticas en los IREM,1 que, a través de los «problemas abiertos», habían estudiado estructuras cercanas a lo que yo llamo situaciones problema.

¿La evolución de este concepto responde a sus expectativas?

Mi opinión con respecto a cómo han sido integradas estas prácticas en la educación es ambivalente. Por un lado, es cierto que se ha producido una reflexión muy fecunda y constructiva en torno al concepto de situación problema. Pero, por otro, esta noción se ha enfrentado a dos importantes escollos: el primero, una aplicación en las aulas despojada de su esencia pedagógica; el segundo, el profundo cambio del paradigma educativo que implica su aplicación. De hecho, la situación problema es contemplada como un tipo de ejercicio, en lugar de ser vista como un proceso que conduce a replantearse, a repensar de manera más global, el conjunto del dispositivo de aprendizaje. Por ejemplo, me preocupa ver a algunos compañeros utilizar la situación problema a modo de ritual formal, una mera receta sistemática, sin tener en cuenta los desafíos, los obstáculos que hay que superar. La situación problema se convierte entonces en un simple procedimiento, una especie de artefacto didáctico, mientras que, para mí, la situación problema implica un profundo cambio pedagógico.

¿No es eso precisamente lo que explicaría ciertas resistencias?

Sin lugar a dudas. La situación problema puede verse reducida a un tipo de actividad más o menos lúdica al final de la cual se pone el alumnado en situación de descubrir algo que ya está determinado de antemano, sin que tenga la oportunidad de reflexionar sobre la estrategia que utiliza, sin que haya un trabajo sobre las interacciones entre las personas en el seno del grupo. Para mí no se trata de una simple técnica, sino de una manera de repensar todo el sistema de enseñanza. En mi opinión, el criterio de éxito se refiere, paradójicamente, a la duración en el tiempo. Una situación problema real ha de tener tiempo para ser trabajada a largo plazo, incidiendo en todo aquello que he denominado objetivos integradores u objetivos núcleo.

¿No existe a veces una cierta confusión entre situación problema y problema?

Así es. La situación problema es utilizada a veces como un enigma, como un simple reclamo. En realidad, sus elementos estructurales son una pregunta, un desafío, un problema real que se plantea, un tanteo, una búsqueda, una confrontación entre iguales, la aparición de un obstáculo, la identificación de recursos y la localización de aquellos que van a permitir al alumnado superar el obstáculo. Y, además, hay un aspecto muy importante sobre el que yo he insistido en otras obras: la formalización de los aprendizajes y, a través de ella, la cuestión de la transferencia. Efectivamente, la única manera de asegurar la adquisición de una capacidad mental es verificar que puede ser transferida, aplicada a otra tarea. En la situación problema pueden darse momentos de aceleración y de ralentización, momentos de síntesis, de trabajo colectivo y de trabajo individual. Debe haber momentos de metacognición, es decir, de reflexión con el alumnado acerca de dónde estamos y cómo hemos procedido. Es una manera de poner a trabajar a la clase en profundidad y no, simplemente, retomando una expresión socrática, de poner un poco de miel en el borde de la copa.

¿Cómo superar la resistencia a diseñar aprendizajes basados en situaciones problema?

Creo que a menudo confundimos demasiado programa y programación. Creemos que si hay treinta y seis capítulos en el manual es porque hay treinta y seis semanas, y que si en cada capítulo hay cuatro lecciones es porque hay cuatro horas. En cambio, la situación problema requiere que entendamos el tiempo educativo de otro modo. Porque con las situaciones problema tratamos los aprendizajes de un modo que no es necesariamente lineal. Se trata trabajar de un modo holístico, integrando los objetivos; no podemos pensar en un programa cerrado, sino indicar lo que debería ser conocido y visto durante el año, sin especificar en qué orden de programación o cómo. Pero los docentes pocas veces se dejan convencer por dejar de tratar la programación de manera lineal y regular, de ahí que las situaciones problema sean utilizadas con demasiada frecuencia únicamente como breves secuencias.

¿No es difícil medir la eficacia de la situación problema en el aprendizaje alcanzado por el conjunto del alumnado? ¿El hecho de decantarse por la programación, no será debido a la necesidad de contar con una especie de seguro de qué es lo que se ha hecho?

Entiendo la presión existente por parte de la inspección educativa, las escuelas, los colegas… Con todo, el hecho de recurrir al programa no es más que un falso seguro, ya que no tenemos la certeza de que cuando pasemos al siguiente concepto el alumnado haya adquirido en profundidad el anterior. La mayoría de las veces, no es así. En cambio, en la situación problema sí puede darse ese seguro, debido a la reflexión periódica sobre la distinción entre «tarea» y «objetivo». De modo sistemático, creo que, a lo largo de una secuencia de aprendizaje, deberíamos pedir a cada alumno que reflexionara sobre «lo que he hecho» y sobre «lo que he aprendido», distinguiéndolo nítidamente. Practicar este balance, dejando constancia del mismo por escrito, será la clave de la autonomía intelectual del alumnado. Las tareas que llevábamos a cabo en la escuela infantil y en primaria eran tareas fugaces, efímeras, y tenían menos importancia que aquello que hemos llegado a estabilizar interiormente, lo que ha permanecido. La distinción entre tarea y objetivo obliga, pues, a reconsiderar la noción de evaluación, que se centra en el objetivo y no en la tarea. Hay que fijarse no ya en el primer borrador de un trabajo, sino, después de haber redefinido con el alumno las competencias y los objetivos, en el segundo borrador.

¿Otro problema es que quizá el desarrollo de una situación problema requiere un esfuerzo de equipo?

Éste es, sin duda, un problema, pero también constituye una riqueza, una oportunidad. En la medida que las situaciones problema obligan a poner en marcha la imaginación, las clases no sólo no son aburridas, sino que incluso son divertidas. Sin dejar de lado la reflexión acerca de lo que se ha hecho y lo que se ha aprendido, hay que darse el derecho de inventar, algo que con frecuencia es mucho más eficaz cuando se lleva a cabo entre varias personas. Por ejemplo, en el terreno de las humanidades, que son las que conozco mejor, una situación problema no puede concebirse en la universidad sin la colaboración de los bibliotecarios.

Desde la publicación de Aprender sí, pero ¿cómo?, ¿no ha cambiado el contexto de la escuela?

Cuando desarrollábamos los trabajos sobre las situaciones problema, la escuela era deficitaria en materia de finalización y excedentaria en materia de formalización. Se daba más importancia a la forma que a los objetivos subyacentes. Las situaciones problema, basadas en el descubrimiento, no se contradicen con la necesidad de un orden formal. No sólo los docentes tienden con frecuencia a considerar, erróneamente, finalización y formalización como conceptos antónimos; también los alumnos experimentan hoy día dificultades para organizar el conocimiento. Pero estoy convencido de que la formalización de esta pedagogía, incluso bajo formas aparentemente tradicionales, será aún más eficaz cuando nos tomemos el tiempo necesario para llevar a cabo este interesante trabajo de descubrimiento.
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Notas
* Traducción y adaptación.
1. Los IREM
mathématiques)
setenta en el seno de las universidades francesas. Desde
entonces vienen desarrollando investigaciones y actividades
para favorecer la mejora de la calidad de la educación
matemática.
(instituts de recherche en enseignement desfueron creados en la década de los
Referencias bibliográficas
BLIN, M.; PERRU, J. (2007): «Interview de Philippe
Meirieu. Vingt ans après».
MEIRIEU, Ph. (1992):
Échanger, núm. 81.Aprender sí, pero ¿cómo?
Barcelona. Octaedro.
Fanny Majó
Escuela Pràctiques II. Lleida
Aula de Infantil • núm. 57 • septiembre-octubre 2010